El fenómeno Fort es un fenómeno político. Así lo prueba el hecho de que no solo cronistas varios sino también el propio Estado procuren entender a Ricky, o mejor, lo que Ricky significa. Para Sandra, es el signo más evidente de la reacción neoliberal. Para Daniel Rosso, de la Secretaría de Medios de la Nación, es un síntoma de la falta de proyecto de país de ciertos sectores medios. Martín construye una parábola precisa para cuestionar el anti-progresismo superficial de Fabián Casas, quien intenta salvar al único famoso que dice la verdad. El comentador Maiakovski le contesta a este último develando una operación mercadotécnica.
Ricky fue el suceso que le permitió a Tinelli continuar su programa en la segunda mitad de 2009, luego de que Gran Cuñado cumpliera el cometido de dibujar con una parodia la imagen del candidato del rechazo. Vive de los dividendos que genera la venta del chocolate emblema de la industria animada nacional pero quiere replicar en la costa argentina el Paraíso descripto en los libros sagrados del menemismo: una playa de Miami, donde comparte su alegría con su novia de platino y siete bellos y marcados muchachos a quienes él mismo bautizó "gatos". Fort se apropió de la imagen simplificada que cierto progresismo construyó de los noventa para justificar el hecho de que el origen de su riqueza no es el trabajo, y que el destino de la misma no es la inversión. Ricky no adhiere al modelo K y su vida, su imagen, sus habilidades y sus proyectos insisten en ello. Pero no es nostálgico: no le gusta recordar su juventud triste allá por los noventa. Fort le pone el cuerpo y la voz a la reacción que anhela convertirse en proyecto político. El mundo de Fort es armónico e idílico: en él se subliman la disgregación y los enfrentamientos múltiples de la oposición. En él los conflictos solo pueden venir de afuera. En él la entelequia del consenso se hace carne. El mundo de Fort es un imposible, un deliberado artificio. Sí, Sandra Russo tiene razón: es el Mal. Y al Mal se lo descubre pisándole los pies.
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